. . . Alma mía. Déjame ser en ti. Mira a través de mis ojos. Contempla las cosas que has creado. Mira... cómo brillan...




雲仙 Unzen

 

Té y ceniza

 

 

hoy, aquí,

la ceremonia del té

y el olor del tatami...

 

Aquí, hoy. Y esta luz que brilla en el borde mi taza. Quizá es eso, la luz, esta luz, esta luz de Unzen, de las cumbres entre nubes que es lo que significa Unzen. Sí, me lo han dicho. Este lugar misterioso. Este lugar que huele a azufre y te sostiene en la cima de las montañas. De las montañas que son volcanes junto al mar. Del mar que no veo. Más allá de las nubes.

Son unos amigos de un amigo que vive junto a un profesor que vivirá en un templo. Sí. Así es. Es una casualidad, es un misterio. Es un misterio el que nos trajo aquí sobre el tatami y nos envuelve como el aire.

Ishikawa san maneja los tazones con la precisión de mil años. El cazo de madera recoge el agua caliente de la olla y la vierte en mi taza sin asa. Suena un toc sordo cuando lo deja reposar con sumo cuidado, boca abajo, sobre el borde de la olla. Cada cosa, cada no cosa, cada movimiento y su quietud tiene su nombre. Lo sé. Lo sé y ya no importa.

Mi mente se enreda en palabras que dejan de ser. Mi mente se rinde ante el rito antiguo que se recrea ante mis ojos.

Sobre mi mano izquierda sostengo el tazón fabricado en esta misma casa. El padre de la señora Ishikawa, alfarero también, Tesoro Nacional Viviente, recogía la ceniza del volcán depositada sobre las hojas de las plantas para hacer estas piezas. Miro. Lo giro ciento ochenta grados con mi mano derecha. Miro. Bebo un sorbo. Desde el fondo del tazón un brillo fugaz.

El té y su sabor amargo, sólo un instante en mi boca. El té en polvo batido que brilla verde como los lagos sulfurosos de esta tierra.

Sólo puedo contemplar este momento en el que mi corazón se asombra ante la pura elegancia de tanta sencillez.

Wabi-sabi. ¿Será eso? ¿Será que no sé nada y que simplemente me fascina?

Dejo mi taza sobre el tatami, frente a mis rodillas. Contemplo a mis pies toda la soledad de esa ceniza del volcán hecha obra de arte. Su brillo es metálico, incomprensible. Sólo el silencio. El silencio que se oye en el borboteo del agua caliente, en el viento o en su ausencia.

Rozo con mis dedos el suelo de brillante hierba entrelazada. Me demoro en ese roce terso de este suelo ni verde ni amarillo que huele a llovizna, que llega hasta el cráter hondo de mi corazón y lo conmueve. Y no entiendo por qué. Y mi mano, sin intención apenas, vuelve a mi regazo. Sobre mi otra mano, que sostiene nada.

Quizá mis compañeros estén tan sobrecogidos como yo. No lo sé. Sin moverse la tierra está temblando bajo nosotros. Nosotros, pura casualidad sobre el volcán. Asistimos a algo que no acabamos de entender. Que nos fascina quizá por eso. Que nos sobrecoge quizá por nuestra lejanía.

Bajo la mirada. Mano sobre mano, sobre mi regazo. Y arrodillado en la cumbre entre las nubes la siento. Siento ahora la lejanía de mi corazón, ceniza sobre las hojas, que no pertenece a este lugar y sin embargo… sin embargo…

 

 

borbotea el agua

en total soledad

contemplo esto

 

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