. . . Alma mía. Déjame ser en ti. Mira a través de mis ojos. Contempla las cosas que has creado. Mira... cómo brillan...




光の一筋 hikari no hitosuji

 

 

 

Recuerdo San Juan de Ortega apareciendo diminuto al pie de las colinas. El camino serpenteando suavemente, dejándose caer hasta los pocos tejados rojizos que aparecen aún lejanos entre los árboles.

Recuerdo caminar junto a Masuhiro por el altiplano de los Montes de Oca, rodeados de pinos, contemplar nuestras sombras precediendo nuestros pasos, y reír. Dos peregrinos, dos caminares que se acompasan.

 

No hace un año de aquello y ya parece que sólo lo soñé.

 

A veces el mundo parece girar más deprisa y son meses los años y los recuerdos lluvia entre la hierba. No se sabe muy bien por qué, de pronto, es ahora y no era antes, esa nube se hace agua y el agua lluvia. Esa nube que ni siquiera nos avisó de su presencia.

 

 

Recuerdo nuestra charla que iba y venía como el viento de junio entre los pinos. El camino era cómodo y caminábamos animadamente, sin sentir apenas el peso de las mochilas sobre la espalda, de los kilómetros en los pies. Charlábamos de literatura japonesa, lo recuerdo bien, porque los grillos y las chicharras no dejaban de cantar entre la hierba. Algunos, los más cercanos al camino interrumpían su canto al sentir nuestros pasos y luego volvían a reanudarlo. Y su canto y nuestros pasos se iban alejando… Lo recuerdo bien porque las alondras trinaban en el aire, remontando el vuelo y dejándose caer, como el juguete de un niño. Y recuerdo que me gustó su nombre en japonés: “hibari”.

 

 

A veces, lejos de allí, lejos de entonces, cuando oigo el canto de los grillos y las chicharras entre la hierba me acerco sigiloso, como un gato que caza, como un niño que juega, hasta que su canto cesa y yo detengo mis pasos. Y me mantengo así, inmóvil, como de muestra, hasta que su canto retorna y yo me voy, alejando mi sonrisa de su canto.

 

 

Recuerdo las hierbas altas que crecían a lo largo del camino, tan similares a la “susuki”, la hierba flotante de tantos poemas clásicos japoneses. Ah… cómo recuerdo aquellas hierbas blanquecinas y altas que el viento movía produciendo olas cambiantes de color, de brillo. El viento entre mi pelo, refrescando mi piel, deslizándose entre mis manos abiertas. Y recuerdo nuestro silencio repentino, cuando avistamos por fin los tejados de San Juan de Ortega, allá abajo, entre los árboles, más allá de los campos de cereal. Nuestro silencio.

 

 

 

canta una alondra,

la sombra de las nubes

sobre el Camino

 

 

 

Frente al albergue, tumbado sobre la hierba, descanso. Al lado está la iglesia del famoso “milagro de la luz” en el capitel de la anunciación. El agua de la fuente, la sombra de los árboles, la brisa suave que sisea entre las hojas…

 

Y de pronto una música, apenas brisa entre la brisa al principio, pero sí, música de órgano... Viene de la iglesia. Me acerco despacio, la puerta está abierta, entro, el frescor de una luz tenue me envuelve al instante. Un viejecito encorvado sobre el teclado parece improvisar. Parece que no se ha dado cuenta de mi presencia. Estoy ahí de pie, sólo, apenas visible tras una columna, no quiero interrumpirle. Y entonces comienza a interpretar a J. S. Bach, la cantata “Jesús, alegría de los hombres”. Me siento despacio sobre un banco. Las notas ascienden en volutas hasta la bóveda de piedra y de allí vuelven a caer en guirnaldas de hojas hasta las losas del suelo, cierro los ojos y las notas ascienden y descienden una y otra vez como el vuelo de una alondra invisible que juguetea sobre el coro y se enrosca en los capiteles, en los fustes de las columnas, entre mis dedos que asen aire translúcido. Como llamados asisten los trinos de los pájaros que llegan desde afuera y esa música que ya no es música ni trino ilumina los arcos y el aire, y devuelve a la vida a las piedras. Se expande, se mueve, palpita…

 

Cuando la música termina todavía siento dentro de mí una emoción tan intensa que casi no puedo respirar…

 

 

 

 

 

 

Fuera, de nuevo tumbado sobre la hierba, mis dedos se mueven por encima de mi cara jugueteando con el sol, intentando asir algo que no se puede asir, dirigiendo una música que no se puede escuchar. Pienso en escribir algo, un haiku, aunque sé que no lograré escribirlo nunca. Recuerdo a Basho y su “Matsushima ah, ah… Matsushima...” Sigo entrelazando mis dedos con los rayos de sol…

 

Las campanas llaman a misa. Dos mujerucas del pueblo, tres peregrinos extranjeros entran a la iglesia. Entro de nuevo. El cura resulta ser el organista que escuché hace un rato. Ahora, viejecito y de pie, parece aún más frágil. Le falla la vista y las lecturas resultan ser casi ininteligibles. Se acerca la Biblia a la vista, se la vuelve a alejar, pero nada, no puede leer salvo frases entrecortadas.

 

Los trinos de los pájaros entraban de nuevo en la iglesia, limpios, luminosos... y mi corazón… mi triste corazón….

 

 

En el albergue, el párroco ofrecía una sopa de ajo para los pocos peregrinos que allí estábamos. El buen hombre insistía en que repitiéramos. Se escucharon retazos de la receta en varias lenguas… Después ayudé a recoger la mesa, a guardar los platos, las cazuelas. Quería acercarme a él para charlar un poco. José María me dijo que se llamaba. Le estreché la mano, cálida, delgada, y le felicité por su música. “Música no, sólo hago ruido”. No es ruido, no es ruido… le dije yo. Él bajó sus ojos de niño tímido y sonrió.

 

 

 

Esta mañana, de pronto, escuchando la radio, me enteré de la muerte hace unos días de José María, el párroco de San Juan de Ortega. Algo en mí se quedó quieto para siempre. Algo, de nuevo otra vez, que se rompe y se deshace sin susurrar siquiera…

 

 

Recuerdo aquel atardecer, sí, apenas hace un año, sueño de siglos ya… sí, lo recuerdo porque los vencejos zigzagueaban en el cielo que se hacía noche como queriendo enhebrar la tarde que se iba. Masuhiro y yo charlábamos y charlábamos, sin prisa, queriendo detener también aquel día con nuestras palabras. Yo le explicaba la diferencia entre espadaña y campanario, esto y aquello, y cuando los chillidos de los vencejos casi rozaban nuestras cabezas nos quedábamos quietos y  mudos, y los contemplábamos siguiéndolos con nuestra mirada.

 

Recuerdo aquel atardecer porque la luna y venus brillaban en el cielo sereno con la última luz de la tarde, y entonces me llamó mi padre al móvil, y yo le conté que había conocido a un hombre, también muy mayor, pero que tocaba música maravillosamente, que tenía magia en sus manos y tenía luz en sus ojos… y que yo… yo…

 

Ah… cómo recuerdo aquella luz de la tarde que se resistía a perderse en la noche y nosotros contemplábamos… y sin embargo algo dentro de mí ya sabía entonces que una nube, en alguna parte, sin avisar, ya se estaba convirtiendo en agua, y el agua en lluvia….

 

 

 

silencio del aire…

en el frío de la piedra

un rayo de luz

 

 

 

 

sj orteg