. . . Alma mía. Déjame ser en ti. Mira a través de mis ojos. Contempla las cosas que has creado. Mira... cómo brillan...




雲がちぎれるとき kumogachigirerutoki

 

 

“Último día. La lluvia afuera me llena de una melancolía infinita. Rebosa en mí como la propia lluvia. Hoy, último día de tantas cosas, lo presiento.

Organizo la maleta. Papeles, regalos, postales… De nuevo astillas del próximo naufragio.

Suena música de Shumann. Pienso.

¿Qué hace que algo imperfecto sea excelso?”

 

Así terminan mis notas del viaje de hace unos meses. Mi aventura por California, Arizona, Washington, México… la ruta 101, la mítica 66… Astillas, briznas, lluvia sin lluvia que rebosa aquí, ahora.

No sé por qué esta tarde releí esas notas, no sé o quizá sí sepa. La lluvia de verano suena hoy como lluvia de primavera. De primavera temprana en el sur de California.

Miro las nubes, las nubes recorriendo el mundo, y por un momento se desliza sobre mí el esplendor de aquellos días.

 

Primero se borran los detalles. Los detalles. Aquellos detalles que propuse no olvidar nunca. Aquellos detalles se han ido disipando en mi mente, como las nubes blancas en el cielo azul. Pero algo persiste en mi mente, algo difuso e imperfecto, algo sin nombre. Quizá el  olor de la lluvia, ese olor… En mi mente, vacía y azul…

 

 

aquí, sin más,

la sombra del avión

sobre la nubes

 

 

En la tiniebla del avión toco la persiana de la ventanilla. Quema. Imagino la luz intensa del sol iluminando el otro lado de la ventana, en un día infinito al que no alcanza jamás el atardecer. Subo un poco la persiana. Una luz refulgente me ciega por un momento.

En el cielo también hay mares.

Contemplo las olas blancas nubes llenando una extensión que se pierde en el horizonte. Las olas de un mar que parece no moverse. El avión pierde altura y las nubes se convierten en montañas, castillos, enormes formaciones brillantes que pasan junto a mí. Entorno los ojos y mis dedos tocan el cristal. Pareciera bastar con alargar la mano para tocar el blanco absoluto, la lluvia.

En un momento pasamos del sol a las nubes y de las nubes a la tierra. El día soleado, el día nublado, el día lluvioso.  En el aeropuerto de Atlanta miro las nubes. Aquí, sin más…

 

 

¿A dónde iré sin ti? Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aún allí me guiará tu mano.

 

 

 

¿De dónde nace el silencio perfecto que me rodea? Las secuoyas gigantes de Kings Canyon parecen contemplar mi insignificancia y guardar silencio. Camino unos pasos sobre la nieve, patino, me deslizo un poco. A veces un pájaro carpintero golpea en algún lugar del bosque. Mis pasos, su eco, su golpeteo, su eco. Camino y suena, me detengo y el silencio. Un silencio que me desgarra como un grito. Su eco en mi corazón, su eco que resbala desde las hojas escurriendo por el tronco rojo y atraviesa la nieve hasta las raíces de mi corazón.

 

Espero. Grabo con mi cámara. ¿Qué? ¿el pájaro carpintero? ¿los troncos rojizos e inmensos? ¿las hojas verdes y oscuras? ¿el silencio?

Miro arriba, una y otra vez. Arriba y más arriba, hasta que las hojas verdes se hacen cielo, en un lugar más allá de mis ojos. Rodeo los troncos. Decenas de huellas, mis huellas, alrededor de un solo tronco. Inmenso. Esta catedral gigantesca… esta oración de siglos… ¿a qué dioses invocará?

 

Casi todos los árboles tienen las marcas de los rayos. Cuántos rayos a lo largo de siglos habrán caído aquí.

Imagino esa luz deslumbrando una y otra vez la profundidad del bosque. Esa luz. Miro el tranquilo atardecer que se esparce sobre la nieve. Inspiro profundamente el aire que huele a conífera. Un retazo de su aliento penetra mis pulmones diminutos. Sólo un instante.

Aquí, pareciera por un momento que camino entre la eternidad. Pero sólo es un espejismo. Las secuoyas gigantescas y las montañas son tan efímeras como la nieve, como mis ojos, asombrados ante ellas.

 

 

Alégrense los cielos y goce la tierra, brame el mar y su plenitud. Regocíjese el campo y todo lo que en él está; entonces todos los árboles del bosque rebosarán de contento, delante de quien vino, porque vino a juzgar la tierra.

 

 

 

Mi cumpleaños. Contemplo el Gran Cañón del Colorado y pensar en años me parece ridículo. Esta inmensidad hecha de roca y tiempo se abre ante mí como un cielo vacío. Las nubes grises vienen y van y los colores cambian entre rojos, ocres, blancos, marrones… Y la nieve bordea los desfiladeros y cubre los árboles retorcidos. Me asomo y mi mirada se despeña millones de años hasta el fondo de un río que se intuye porque apenas se ve. Mi corazón sobrecogido sobrevuela esta inmensidad de nada junto al vuelo de los cuervos.

 

Contemplo hipnotizado el pasado. Sé que algo de mí ya estaba aquí cuando el río Colorado serpenteaba por lo que ahora es el borde del desfiladero. Siento tan claramente como la nieve que toco que yo estaba aquí cuando cayó la primera gota de la  primera lluvia. Cuando la primera piedra se desprendió con el estrépito del silencio, del lugar donde nadie oye porque no hay oídos, y cayó al fondo del río. Recorrí este cielo con la primera ráfaga de viento y toqué las primeras hojas del primer árbol.

Cuando las cosas nacieron y aún no tenían nombre yo ya estaba aquí.

 

Una brisa gélida araña mi cara y arrastra mi nombre. Contemplo. Escucho. Estoy aquí. Y sé que no olvidaré este momento que ya no es. 

 

Un ruido entre las ramas me hace girar la cabeza y veo un ciervo que camina parsimonioso sobre la nieve. Sus delgadas patas se hunden en esa blancura que ahora brilla al sol. Se detiene, me mira con una pata delantera flexionada en el aire. Acostumbrados a la gente mantiene la mirada de sus ojos oscuros y brillantes.

¿Te mantendrás tú en mi recuerdo? ¿Tú y este instante?

Quiero creer. Quiero un “siempre”

 

Pero… pero sé que ni siquiera el Gran Cañón ya, en este momento en que le doy la espalda, el Gran Cañón que acabo de contemplar convertido en puro asombro, es ya el mismo.

Vuelvo a acercarme al desfiladero y oigo a mi espalda un rumor de ramas que se desvanece sobre la nieve.

 

Porque mil años delante de tus ojos son como el día de ayer, que pasó. Como la hierba que crece en la mañana. Que crece y florece. Y a la tarde es cortada y se seca. Como un torrente de agua. Como un sueño.

 

 

 

El avión. En medio de una noche inmensa que parece envolver el mundo entero los rayos de una tormenta lejana centellean aquí y allá, sin parar, entre las nubes. Es la primera vez que veo una tormenta desde arriba. El cielo se aclara y las luces de las ciudades son como galaxias geométricas extendidas allí abajo. Las luces palpitan como ascuas de una hoguera gigantesca.

 

Amanece. El avión pierde altura y se balancea suavemente, y la luz que entra por mi ventanilla recorre el interior de la cabina de pasaje. El asiento, el pasillo, el techo…

Y después las nubes. Las imperfectas nubes rebosando este mundo.

 

 

nubes de verano,

se deshace el cielo

al atardecer

 

 

 

nubes

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