“Sólo dos cosas puedo hacer: caminar y componer poemas” Santôka Taneda.
Componer haiku y caminar sobre sus propios pies por los caminos, por el camino, hacia la verde profundidad de las montañas.
Sus pies.
Caminaron sobre estas mismas escaleras los pies de Santôka, hace ahora justamente ochenta años, en Mitori Kannon-do, el templo zen al que se retiró durante más de un año y medio, aquí, en la prefectura de Kumamoto.
Y mis pies.
También mis pies recorriendo mi propia estupidez hasta el final. Caminar, sólo caminar, sin saber por qué.
Aquí, donde la quietud sigue estando tan quieta, y la soledad tan sola. Asciendo las escaleras que ascendiste, bordeadas de imágenes budistas, Kannon, Jizō... y sauces, arces, bambú... y la brisa, la brisa que no deja de soplar, que va donde quiere.
Toco la cuerda de paja de arroz que circunda un cedro magnífico que apunta al cielo, recto, silencioso. Levanto la mirada y el cielo es apenas una insinuación azul que se mueve en la brisa de mayo. La brisa que mueve las hojas, que las arrastra al vacío y caen, caen dando vueltas, brillando a veces. Brillando un instante.
Toco la corteza del árbol divinizado por el shinto y mis dedos recorren su pureza natural que apunta al cielo vacío.
Sigo ascendiendo la montaña. Pequeños santuarios shintoístas, árboles, estatuas de piedra cubiertas de musgo, y las hojas muertas sobre el camino, sobre las piedras...
Pienso en Santôka. Pienso en unos pies descalzos tocando la terrible pureza de este lugar. El viento arrecia y arranca las hojas de los árboles. Suenan en el aire, crujen, como agua lejana que se rompe contra las rocas. Y caen sobre los peldaños de piedra que ascienden, caen las hojas sobre las hojas muertas, caen sobre mí. Me detengo y miro las hojas que vuelan arrastradas por el viento. Las hojas que nunca dejan de caer sobre la tierra.
Intento recordar un haiku de Santôka pero de mi mente han caído todas las palabras.
Aquí. En mis manos vacías sobre las que caen las hojas, a miles de kilómetros de mi hogar, siento por un instante la brillante desnudez de las cosas. Y mi alma, tan quieta, tan solitaria, sólo puede callar.
Qué vacío, qué hermosamente árido es el verdor que me rodea. Tan profundo. Aquí, en la cima ardiente de esta montaña, siguiendo la desnudez de un monje desnudo, contemplo ahora las hojas que muertas brillan y las imágenes de la compasión, que crecen y florecen junto a los árboles.
Tú, tú que tocaste esta brisa que me toca, tú que contemplaste este cielo que me contempla, tan vacío. ¿También tú, descalzo sobre el camino, sentiste por un instante, brillante, morir arrastrado por el viento? ¿También tú, con las manos vacías, sentiste cada atardecer como tu vida fluía entre tus dedos? Y caía... Caía sobre la tierra...
Arriba, en lo alto de la montaña, el templo de madera aguarda silencioso. Me acerco despacio. Contemplo las imágenes, las vigas, la madera oscura. Quieto, en completa soledad, junto las manos y bajo la mirada. Escucho.
Y el viento... el viento sigue soplando...
sin mirar atrás
hacia el sol poniente
el verdor de la montaña
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