sugoi
Sabía yo que algo no había entendido bien cuando en el maletero del coche hemos subido un cancarro enorme de compost que como todo el mundo sabe huele a eso, a compost. Y yo con mi camiseta chula, mis vaqueros más o menos decentes, bien maqueadillo.... Pensaba que íbamos a visitar a la hermana de Masuhiro, mi amiguete aquí. Y sí, a la casa de su hermana íbamos, pero no de visita sino a hacer chapucillas campestres, digamos. Que si apañar el invernadero, que si recoger unas cuantas soramame (literalmente habas del cielo), vamos, lo normal....
Creo que eran Les Luthiers los que decían que en ésta vida hay dos palabras que te abrirán muchas puertas: "tire" y "empuje". Pues bien, aquí hay dos palabras que te abrirán muchas veces la boca, o la cerraran, según: "wakarimasen" y "sugoi".
Wakarimasen significa "no entiendo" y para un analfabeto como yo (porque en eso te conviertes cuando andas por el Japón campestre y rural) que no entiende los caracteres kanji y lee lentamente el hiragana y el katakana, es una palabra que repetirá con frecuencia.
Después de mis correrías por la provincia de Kumamoto y por ahí me trasladé a la provincia de Ōita. He pasado de la costa oeste a la este de Kyūshū. Antes fui a Sakurajima, una isla con su volcán bufador, sus ríos de lava y sus onsen. Qué os voy a decir. Sorprendente. Es lo único que se me ocurre.
El viaje hasta allí fue inolvidable, en un tren a vapor, sí, chiflaba y todo, todo de madera y con paradas en sitios especiales. Por todos los sitios que pasaba la gente saludaba y hacía fotos. Era extraño eso de fotografiarse mutuamente la verdad. Kagoshima, al otro lado de la bahía, duerme a la sombra del volcán que solo sestea. Por aquí la gente tiene fama de organizada, ya lo sabéis, pues bien, hay sitios y días y horas incluso concretos para dejar cierto tipo de basura. Que si las latas, que si el papel, que si los palitos de los jardines.... pues allí en Kagoshima había un letrero señalando el sitio y hora concretos para depositar las cenizas del volcán, así tal cual. Por lo visto, a veces, el bueno del volcán de Sakurajima bosteza y llena la ciudad de ceniza. Supongo que aunque para mí sería una preciosidad (recordad que soy un analfabeto) para los nativos de por aquí será un incordio de cuidado.
Wakarimasen wakarimasen... Bueno. No sé qué decir pero a veces esa sensación de ser un bobo que no sabe, que no entiende, es incluso beneficiosa para el ánimo. A veces pienso que soy un afortunado por tener la oportunidad de recorrer con el corazón aún virgen todos estos lugares. Y tener la capacidad de sorprenderme con todo. Y quedarme con la boca abierta o reírme con las cosas de los japoneses.
¿Sabéis que al color verde de los semáforos le llaman azul? No es que sean daltónicos no, pero el rojo es aka (rojo) el amarillo ki iro (amarillo) y el verde ao (azul) y no midori (verde) como en el resto de las cosas. ¿Por que? Ay majos.... preguntar "por qué" a un japonés es como consultar el oráculo de Delfos.
-Nosotros ya sabemos que es verde- Eso me dijeron. En fin, ante lógica tan demoledora mejor no seguir indagando. Quizá esta gente ha comprendido al fin que las palabras son eso, palabras, convenciones sobre la realidad y nunca la realidad misma. Qué más da por tanto cómo se llamen las cosas si ya sabemos lo que son. Pero claro.... ¿sabemos lo que son realmente las cosas? En fin....
Y ¿por qué esperar en un hospital para comprar el pan? Y ¿qué hace una okinawesa cristiana en un restaurante de Kagoshima invitando a shōchū a un menda como yo y hablando de Fátima? ¿Por qué los tranvías en Kagoshima circulan sobre la hierba? ¿Cómo es posible que las plantas de reciclado de basura suelten aire perfumado? Y ¿por qué los jardines japoneses son tan terriblemente hermosos? Por qué dios mío. Uf.....
Volviendo a Sakurajima. Allí tuve mi primera aproximación al universo onsen. Porque aquí los onsen (baños termales) son eso, un mundo. Los hay de todo tipo y condición. El de Sakurajima en el que estuve tiene fama en todo Japón no sólo por la propiedad de las aguas sino por estar junto al mar (y está junto junto, o sea que sacas el pie del onsen y tocas las olas) y además forma parte de un santuario shintoista. Y allí estás tú a remojo como un pulpo en el puchero porque el agua casi quema, con tu especie de yukata (como un kimono ligero y en éste caso sumergible) porque el onsen es mixto y no es cuestión de ir en cueros, y las típicas sogas de paja de arroz (shimenawa), las puertas rituales (torii) y esculturas de budas y demás (aquí el shintoismo y el budismo casi siempre comparten espacios, especialmente si son bellos) rodeándote mientras escuchas el rumor de las olas. En fin, por poco me quedo allí dormido de tan relajado que estaba. Al moverme el dichoso yukata se movía para aquí y para allá porque me lo abroche mal y casi preparo el espectáculo pero bueno, tampoco me importaba la verdad. Soy un analfabeto pero sé lo que son las cosas, ¿no?
La visita al monte Aso fue pasada por agua. El monte Aso no es tal porque es un volcán. De hecho es la caldera volcánica mas grande del mundo con no sé cuántos km de diámetro (podría mirarlo en google pero no tengo ganas que además sale todo en japonés) Recuerdo que cuando pregunté dónde estaba el monte Aso porque no se veía ni torta con la lluvia y la niebla me dijeron "estamos en el". Hacía rato que estábamos en él de hecho. Hay pueblos y arrozales en él....
En fin. Allí había quedado con mi amiguete Masuhiro, un japonés realmente especial que conocí en el Camino de Santiago. Él me venia a recoger con su coche para ir a Ōita, donde vive. Bueno, la primera sorpresa fue nada más subir al coche. Aquí los coches son casi todos japoneses, de marcas conocidas por todos y otras que ni sabía (quizá de los videojuegos esos de carreras, para que luego digan que no aprendes nada), y la mayoría son mas bien chiquitillos, tipo huevo y tipo caja (bueno, los apelativos son míos claro y sobran explicaciones ¿no?) Pues aquí el amigo Masu me viene con un deportivo inglés dos plazas y descapotable. Verde oscuro, motor en el centro, capota y maletero negros. En fin. Mi mochila casi ni cabía. Sólo ver el coche ya me temí que este hombre no iba a ir más despacio en el coche que los platos de sushi en un restaurante kuru kuru sushi como hacen la mayoría de los japoneses.
Cuando enfilamos la carretera de montaña.... bueno... aquello volaba. Primero porque entre la niebla y la lluvia (seguía cayendo la de Noé) lo parecía de veras, y después ya mas abajo, entre los cedros, el tipo apuraba las frenadas en las curvas, aceleraba y salía volao. Había algunas ramas caídas en la carretera por la lluvia pero como si nada. Me pasó un mapa de carreteras para que le indicara la ruta. Je, qué gracioso, ¡que soy yo el extranjero! ¡y además el mapa en kanji japonés!
Aparte de la pasión por andar de aquí para allá, sentido del humor y ganas de reír, Masu y yo compartimos un inglés lamentable y trufado de palabros nativos (español y japonés). La conversación es como podéis imaginar epopéyica y a veces realmente surrealista. Eso sí, siempre divertida.
Cuando paró la lluvia quitamos el cristal de atrás (en realidad no es un cristal) y bajamos las ventanillas. Uf, recuerdo el olor de los cedros japoneses, "sugi" los llaman por aquí porque crecen rectos y magníficos como columnas bajo el cielo, y de la hierba húmeda atravesar el coche, el ruido del motor, las montañas enormes, verdes y silenciosas.
Y siguiendo los pasos de Santoka, Masu sabe que ando tras sus huellas, paramos en un pueblecillo llamado Yunohira. Allí hay una casita en la que pernoctó y ahora es un pequeño museo con recopilaciones de sus haiku y dos mesitas con pinceles para que los visitantes improvisen sus poemas. Algunos, con pinturas, adornan las paredes. Allí nos pusimos a improvisar…
Y resulta que el pueblo estaba en fiestas. Había una especie de carnaval en la que los paisanos disfrazados de yo qué sé qué subían por una cuesta empedrada (la calle principal, puesto que el pueblo se apiña en un estrechísimo valle junto al río) acarreando una especie de carrozas sobre los hombros. Parece que gana el que llega primero arriba. Que tela marinera porque teníais que ver la cuesta. Además, tras la lluvia todo estaba mojado y lleno de charcos. Vaya par de dos, Masu con su descapotable y yo con mi pinta de gaijin extraviado. Y el río como rugía. Buf, como rugía sobre las voces de los lugareños.
En Ōita conocí a Kazuyo, la mujer de Masu. Encantadora, claro. Y su piso. Jope. Un pisazo. Un ático desde el que se ven las montañas, mezclando los estilos occidental y japonés, con un salón con la madera mejor puesta que he visto (de hecho todo el suelo del piso es de madera), con luces que se encienden solas cuando pasas por el pasillo o la entrada, con una terraza espectacular y un ofuro automático que cuando te duchas parece que vas en el Discovery. Y por supuesto el toire. Ah amiguitos. Aquí el cuadro de mandos se ha trasladado a la pared y las luces y simbolitos se han multiplicado por dos. Miedo da, miedo da, toquetear esto. En fin...
Y sin embargo, sin embargo algo hay que me hace añorar el pequeño barquito sobre un edificio de Kumamoto. Aquel diminuto en que ibas de rodillas de lado a lado del salón. Y no es que busque tipismo ni nada de eso. No parece japonés no porque falte el tatami en el suelo (curiosamente en mi habitación hay tatami) o haya sillas y mesas y demás trasterío occidental. No.... Donde no reconozco lo japonés es en lo bonito y perfecto que es todo, aunque parezca paradójico. Quizá precisamente es en la imperfección donde se reconoce lo japonés. El wabi-sabi que se manifiesta en el borde desgastado de un tatami, en la pequeña cinta de tela de kimono que reposa descuidadamente en un rincón, en las diminutas briznas de hierba que agita el viento en el balcon....
Quizá Kazuyo y Mazu también sienten algo parecido (ellos son los japoneses) puesto que cuando les dije lo bonito y maravilloso que es su piso ellos se acercaron a la terraza y señalando abajo, a un pequeño río que apenas es un canal aquí, dijeron una sola palabra: hotaru. Quizá eran las luciérnagas lo quede verdad hiciera que esa casa fuese su casa. Y estuvieran orgullosos de ello.
Había viento y las luciérnagas no aparecieron esa noche. Cuando me fui a dormir sobre mi tatami, en mi futon, y con tan sólo alargar el brazo podía correr el shōji (esas mamparas típicas de papel y madera) y mirar el cielo nocturno, sólo podía pensar en una palabra: hotaru.
Mi contacto total con el mundo onsen lo tuve hace un par de días. Masu y yo nos encaminamos volando en el deportivo a un sitio llamado Nagayu, famoso por sus onsen. Resulta que hay piedras señalando lugares donde poetas y escritores famosos escribieron algo relacionado con el lugar. Y resulta que Santôka anduvo por allí también (cómo no). Lo de andar por el pueblecillo a las dos de la tarde con la cesta con las toallas en la mano y preguntando por Santôka tenía tela, no os creáis. Bueno, al onsen. Éste era genuino y tradicional, con sitios separados para hombre y mujeres. Eso significa que hay que despelotarse. En fin. Imaginad. Como os contaba, esta zona no es Tokyo o Kyoto, aquí la gente no suele ver gaijines por la calle con sus cestitas y sus toallas y sus neuras por poetas errantes de hace casi un siglo. Y menos haciendo el indio en un onsen. Cuando sales al ruedo, o sea al baño al aire libre, ahí con tu toallita diminuta y como mirando para otro lado, es el peor momento. Aquella tarde había a remojo un par de abueletes, un tipo muy pequeñito y otro que parecía luchador de sumo. Busqué las profundidades del agua lo más rápido que pude y me dije aquello de: en Roma como los romanos (nunca más al hilo, no sé cómo teniendo termas a los tíos aquellos les quedó tiempo para conquistar el mundo). Porque amiguitos, esto del onsen engancha. Ya cuando te relajas y te sueltas empiezas como a flotar, no sólo literalmente puesto que la temperatura y minerales del agua así lo propician, sino también anímicamente. Éste en concreto es famoso porque a pesar de que el agua parece que ni se menea, alrededor de todo lo sumergido allí se forman burbujas diminutas. Me sentía como un limón sumergido en tónica. Al tocarme la piel la sensación era increíble. Las burbujas se desprendían y sentía un cosquilleo extraño y adictivo que en fin.... Bueno. Estaba tan relajado que ni me enteré cuando se largó Masu. Recuerdo sólo estar ahí en estado de semiflotación y darme cuenta de que me había quedado sólo. Y recuerdo una extraña languidez que me llenaba este cuerpecillo mío mientras contemplaba el caminar errático de una hormiga justo por el borde del estanque. El solecillo que me acariciaba la cara y la brisa que caía despacio desde las montañas cubiertas de bambú. Contemplando aquella hormiga no sé por qué pensaba yo en Santôka y en su caminar, en su caminar sin más. ¿Qué hacía yo allí contemplando hormigas, desnudo bajo el sol de mayo, a miles de km de mi casa?
A veces las palabras tan sólo son palabras y, o no llegan, o están de más. Para esas veces esta "sugoi".
Quiere decir algo así como "increíble" "sorprendente" "no tengo palabras para decir lo que veo o siento". Es una palabra que habla de las no palabras, podríamos decir.
Cuando no estoy diciendo "wakarimasen" estoy diciendo "sugoi". A veces podrían ser intercambiables o complementarias.
Volvíamos del onsen burbujeante aquella tarde con el dichoso descapotable. Yo a la izquierda claro, pero sin volante. Es instintivo cada vez que ves a un tipo en un cruce venírsete encima echar las manos al volante inexistente. Luego cada uno sigue su camino, claro.
La verdad es que ni me importaba. Como una de aquellas burbujillas misteriosas yo aún flotaba sobre este mundo extraño e inmenso. El coche apuraba las curvas, subía y bajaba por las carreteras de montaña. Masu y yo siempre hablamos, aunque en nuestra jerga indescifrable, nosotros, en nuestro desentendimiento nos entendemos, pero aquella tarde las palabras se las llevaba el viento, literalmente. Con el viento revoloteando en el pelo y atravesando bosques de pinos, ríos y campos de arroz para qué hablar, o para qué entender nada. Las montañas eran tan verdes que casi brillaban bajo el sol de la tarde y los oscuros pinos y cedros atronaban el aire con su olor penetrante y omnipresente. En mayo, el arroz no ha brotado aún y por eso sobre la tersa superficie del agua que inunda los arrozales las nubes pasaban sin ruido. Pasaban sin más.
En fin.... Otra vez me enrollo. La verdad es que no tengo sueño. Lo siento :)
Ayer queríamos ir de nuevo a un onsen. Esta vez mis reticencias iniciales se habían disipado por completo claro. Además el plan era acercarnos a Beppu, una ciudad cerca de aquí famosísima por la gran cantidad de onsen que hay. Bueno, ese era el plan. O eso entendí yo....
El caso es que a Masu se le ocurrió, ya de paso, hacer una visita sorpresa a un amiguete suyo capitán de barco. Allí nos plantamos. En el puerto deportivo de Beppu con un tipo que parecía sacado de un comic de esos del Corto Maltés. Tenía una caseta para guardar los trastos y de allí saco una botella de té verde frío, de esas que se venden en todos los lados, y tres banquetes. Y allí, los dos charlando y pegando unas risotadas que para qué. De vez en cuando yo oía "supeinjin" (español) o "kare" (él) sabia que hablaban de mí. Y de España. Que si la Armada Invencible (sí, como lo oís) que si Sofía Loren y Charlton Heston (ésto debía ser por la peli aquella del Cid) y que si Humphrey Bogart (aquí ya me perdí sobre de qué rayos estaban hablando). Luego apareció otro paisano. Nuevo banquetillo y tacita de té. Otro más en la conversación. Y después otro, más mayor, que acababa de salir de un barco por la pinta que tenía. Ya el capitán éste de barco no debía de tener mobiliario porque sacó un banco de esos corrido que ni sé cómo lo guardaba allí en la caseta. ¿Un vasito de té? pero no, que éste traía su propia botella. Hasta una pareja de cuervos se unió alegremente a la conversación allí posados sobre un cable.
Y después de la presentación por parte de Masu (eso de Supein kara "desde España") va el marinero éste más mayor y me empieza a hablar en español. Casi se me atraganta el té. Estaba tan descolocado que le contesté en inglés. Era un jubilado que ahora se dedicaba a navegar. Que había estudiado español por su cuenta y hasta había estado en las olimpiadas de Barcelona. Yo no se dónde habría aprendido español el buen señor pero lo mismo no conjugaba los verbos que de repente te soltaba una frase del tipo "precisamente quería comentarle que resulta muy interesante la tradicional forma de vida..." y así. O comentarios sobre los budas tallados en la roca de Kunisaki y el concepto de "hikari" (luz, luminosidad) en el budismo. "La presencia de buda se manifiesta en la naturaleza..." yo alucinaba. Bueno. Al final me dió su tarjeta muy amable para que le escriba. Lo haré, sin duda. Hasta nos hicimos una foto.
Y Masu y yo a ver los budas de Kunisaki, claro. Se nota que en las carreteras de montaña el hombre disfruta y saca lo mejor de sí mismo. Al final ya subiendo y subiendo por una montaña en una carretera que se estrechaba mas y mas yo pensaba que nos quedábamos allí encajonados como un corcho en una botella de buen vino. Y buen vino era todo aquello que nos rodeaba. Uf. Un pequeño santuario shinto, y templo budista. Las estatuas de demonios flanqueando las puertas. Estatuas de budas que brillaban como si fueran de plata. Al acercarme resultó ser que en realidad eran de piedra pero recubiertas de pequeñísimos papelitos de plata que la gente había ido pegando como promesas o exvotos, supongo.
Y luego el camino. Otro kumano. Ascendía en cuestas empinadísimas con un río a un lado y la ladera cubierta de una vegetación tan frondosa que apenas pasaba el sol. Bambú, sugi (los famosos cedros japoneses que ascienden rectos como flechas), akamatsu (pinos rojos japoneses tremendos) , momiji, algo que parecían castaños, y montones de especies más. Aquí siempre están mezclados. En un momento dado llegamos a un torii flanqueado por unos sugi magníficos. Enormes. Y el camino se convirtió en un sendero empedrado pero con unas piedras del tamaño de balones de fútbol. Estaban tan desgastadas por los pies de peregrinos y caminantes que parecían exiliadas de algún caudal antiguo y torrencial que fluía de un lugar tan lejano tan lejano que se le podía sentir. Y allí subimos. Casi a cuatro patas. Los árboles eran inmensos y la luz sólo penetraba como en columnas intangibles atravesadas por las hojas que caían de vez en cuando.
Y de pronto, a la izquierda, aparecen tallados en la roca dos rostros de buda, gigantescos, luminosos porque les da el sol de pleno. ¿Hikari? ¿Sería esto? Parecía que la propia divinidad hubiera surgido de la roca, desde la profundidad inmensa de la tierra, hasta la luz del sol. Para manifestarse. Para reflejar en su faz tranquila, en su serena sonrisa, toda la pureza del mundo brillando bajo la luz del sol.
No sé si por la cuestecita o por la emoción pero Masu y yo guardábamos un silencio pétreo. Nos acercamos al santuario shintoista. Unas estatuas de Jizō, unos montones de piedra (quizá para ayudar a las almas de los niños a cruzar el río del mas allá) y un silencio sobrecogedor. El musgo que lo cubría todo. La levedad de las telas de araña que temblaban blancas, delicadas y mortales. Un cedro, inmenso, tenía a su alrededor un shimenawa de paja de arroz señalando su divinidad, la presencia del kami. De ella colgaban los típicos manojos de paja que representan la lluvia y los papeles en forma de zigzag que representan los relámpagos. Junto con la propia shimenawa entrelazada que representa las nubes son una tormenta en miniatura que abraza los sitios donde los kamis habitan. Y a fe mía que aquí debía haber kamis. Dicen que antiguamente ni siquiera había santuarios en los lugares de culto shinto. Sólo la naturaleza. Sólo los árboles, las montañas, los ríos....
Una tormenta diminuta resuena en silencio dentro de mí cuando bajo ese camino entre columnas de luz. Ese camino de piedras sin pasos.
Y bueno. En Beppu. Al fin. Aquí hasta de las alcantarillas sale humo. Parece que en cualquier momento se va a abrir una grieta en el suelo y v as a caerte a la caldera de Pedro Botero. Según subes por la ladera las casas desaparecen pero los árboles proliferan. Y el humo blanco omnipresente. Es un paisaje extraño. Masu conocía un onsen en lo alto de una ladera, al aire libre. Mas allá de la ciudad y de las últimas casas dispersas por la ladera.
Me pregunta si me dan miedo los cementerios. Esto.... qué te voy a decir...
El tal onsen estaba en el quinto pino, no sé si pino rojo japonés, pero al otro lado de un cementerio. Hakas budistas, montones, ascendían por la ladera. Sólo vi dos cruces. La verdad es que el paisaje no era tétrico en absoluto. La luz del atardecer era hermosa de verdad y como fondo unas montañas inmensas y verdes. Sólo que uno no suele ir a tomar un baño caminando entre tumbas con la toalla al hombro. Pero en fin… Esto es el Japón…
Cuando nosotros llegamos al onsen el agua se había ido. La verdad es que por la pinta se había ido hacía tiempo. La falta de lluvia quizá, me dijo Masu, mientras farfullaba algo en japonés. En fin. Una cosmos solitaria, de un color fucsia brillante se mecía en la brisa. Era bella de verdad, lo recuerdo bien.
Baja otra vez ladera abajo entre las tumbas con la toallita al hombro. Y a Masu se lo ocurre ir a ver a otros conocidos. Vale.
Con la dichosa toallita, allí en una casa del pueblo dando clases de español improvisado. "Hola", "buenas noches" "gracias" "hasta mañana". Cuando volvía en el coche, justo al pasar por el monte Takasaki donde habitan los monos, junto al mar, pensaba yo en aquella gente hablando español en mitad de ninguna parte. Práctico, práctico, no lo veía yo....
Y bueno. Que os voy a contar. Es casi la una de la madrugada y Masu y Kazuyo hace rato que se fueron a dormir. Pero yo no podia dormir. Solo podía pensar en una palabra: hotaru.
Anoche, tras cenar en el centro los tres en una típica syokudo comida de aquí volvimos a casa Masu y yo en el deportivo (habíamos ido a cenar directamente desde Beppu) y Kazu en el otro coche. Sólo hay una plaza de garaje así que el cochecillo tenemos que dejarlo en otro aparcamiento un poco alejado de casa. Era de noche y me acerqué al pequeño río Sumiyoshi, el mismo que pasa bajo la casa, con la esperanza de ver a las luciérnagas. Me pareció ver una luz pero era un reflejo de algún farol. Pero de repente sí. ¡Sí! ¡Allí! ¡Asoko! respondió Masu. ¡Hotaru hotaru! los dos a dúo. Una mujer que pasaba, vecina del barrio por lo visto, nos vio allí tan flipados que riendo se acercó y le dijo a Masu que más adelante, por la carreterilla, cerca de un puente, se podían ver bien. Allí fuimos en plena oscuridad como dos chavales emocionados. Y ¡ostras si había!. ¡Qué espectáculo!. Yo nunca he visto más de una luciérnaga al mismo tiempo, ni cuando era niño. Y jamás volando. ¡Volaban! Volaban como estrellas fugaces sobre el rumor del riachuelo. Una lucecita verde ahí, suspendida en la oscuridad, se apaga, y un poco mas allá resurge, flotando, en silencio. Y a veces no sé por qué, de pronto, zigzagueaban. Como la punta de un palito en ascuas que un niño moviera en el aire, jugando, en mitad de la noche.
Como tardábamos Kazu llamó al keitai y al oír la palabra mágica vino pitando, con una cámara reflex digital inmensa, como buena japonesa que es. Lo de las fotos y las luciérnagas..... no es una cosa que compagine muy allá… Pero intentarlo lo intentamos. Yo logré sacar un vídeo en que se ven los puntitos verdes surgiendo en la oscuridad y desapareciendo en ella. Y de fondo el río y su rumor, las ranas y su clamor. Y las chicharras y todos los seres que pueblan la noche y su misterio. Ni sé las veces que lo estuve viendo. Y escuchando.
Y en casa, tranquilamente, charlamos de poesía y de haiku. De las luciérnagas a las mantis religiosas, de la luna sobre el mar a la rana en el estanque. Furuike ya....
Masu charlaba y charlaba, en japonés. Y kazu traducía más o menos porque habla mejor inglés. Nos entendemos. Claro. Porque sabemos lo que son las cosas.
Por la noche corrí el shōji y miré el cielo oscuro. Miré las estrellas, pocas, que titilaban como criaturas de un universo misterioso y ajeno a cualquier palabra...
Hoy, después de hacer de granjero improvisado (y absurdo) durante la mañana y ayudar a Masu en diversas tareas pasé la tarde esperando a que anocheciera para volver al Sumiyoshi. Después de cenar (aquí a las 19:30 estamos cenando) cogí una chaqueta y bajé a la calle. Ayer era bastante mas tarde pero dicen que a esta hora, justo después del ocaso, cuando ya es de noche, es cuando mejor se pueden ver las luciérnagas. Mañana me voy de Ōita así que era la última noche aquí y la tentación de volver a tocar lo que nos hizo felices es demasiado poderosa aunque corramos el riesgo de desengañarnos. Así que....
Y sí, allí estaban. Como anoche pero en más cantidad. Centelleando intermitentemente con su fría luz verde. Brillantes sobre el incansable croar de las ranas y el rumor del agua. De vez en cuando alguna ascendía sobre la orilla y volaba un trecho sobre la carretera. Y yo, claro, como un niño cualquiera, la seguía tentado de cogerla o no. Parecían tan delicadas. Esas luces maravillosas vivían y se movían a mi alrededor.
Y con todo el cuidado del mundo he cogido una. La he sostenido entre mis manos. Y ella no dejaba de lucir. Ahora sí, ahora no. Y mis manos, mis dedos, refulgían en la noche con una tibieza verde y natural. Cuando abría mis dedos ni siquiera intentaba volar. Correteaba por mis manos. La miraba. La miraba y sobre mis manos su luz sencilla y pura parecía iluminar todas las noches del mundo.
Y después se fue.
Y volvió a ser un punto de luz en la noche. Un punto de luz flotando sobre un rio que fluye.
Quizá ahora sabéis por que no tenia sueño. Tumbado en el tatami contemplaba mi mano desnuda. Esta mano desnuda que por un instante sostuvo la luz. Y pensaba en las luciérnagas apareciendo y desapareciendo fugazmente, entrando y saliendo de esta noche de mayo, tan fugaz como su vuelo. Tan luminosa. Y en el chapoteo de una rana que entró en la inmensidad silenciosa de un estanque abandonado y quieto. Y salió de él. Y ese silencio, el silencio del mundo, profundo como la tierra misma, volvió a escucharse, más puro, más vacío.
Hotaru hotaru.... sugoi…
Un relato magnífico que permite acercarse no sólo a las tierras japonesas, sino también a su espíritu, tanto o más lejano para nosotros. Mi enhorabuena sincera.
ReplyDeleteSaludos desde Barcelona.