Vine desde tan lejos para ti… Desde tan lejos… Desde los confines de mí mismo. Y yo pensaba que aquí me encontraría. En ti. Pero tú no estabas. Vine por ti, sólo por ti, para encontrarme contigo. Y no estás…
Hace un par de días almorzaba con una amiga, una mujer japonesa encantadora que me ayuda en todo, que a veces pareciera que me ha adoptado como hijo propio. Bromeamos como siempre. Ella es alumna de mi clase de español. Es la que organiza a todo el grupo de hecho, una veintena más o menos. Habla un poquito español, chotto, como dice ella. Yo soy alumno suyo en tantas cosas… Aprendo conversación en japonés y palabras nuevas. Y aprendo a tener algo que decir cuando hablo, y cosas nuevas. Siempre aprendo algo nuevo con ella.
Nos reunimos para almorzar, corregir unos ejercicios de español y preparar la próxima clase con el resto de las alumnas. No sé por qué le pregunté por el haiku japonés en la actualidad. Pregunta obvia desde quien viene desde tan lejos contando que escribe haiku. Bueno… Su mano hizo un gesto muy expresivo, hacia abajo. Tampoco me sorprendió mucho. Malos tiempos para la lírica, como decía alguien, corren en todos los sitios. Yo le intentaba explicar con mi japonés de preescolar que en España, en Europa en general, pasa algo parecido con la poesía y otras artes.
Ella me miraba. Conozco ya esa mirada. Me está diciendo sin decir: “no te estás enterando…” Del japoñol pasamos al inglés porque la conversación se iba complicando. “¿Qué es lo que no está bien?” decía yo. Si por algo admiramos Japón aquí en mi tierra es porque cuida sus tradiciones, porque compagina lo moderno con lo antiguo. Por su gusto refinado en el aprecio de las viejas costumbres…
-La gente no piensa en eso. La gente en la actualidad es diferente. Ha cambiado.
¿Ha cambiado? Claro. También en España. Es, somos, materialista y obtusa. Pero aquí en Japón sabéis apreciar otras cosas. tenéis palabras como wabi-sabi, aware, shibui… que nosotros ni siquiera fuimos capaces de inventar, que no somos capaces de llegar a comprender realmente. Tenéis artes tradicionales que son admiradas en todo el mundo como símbolo de refinamiento y elegancia.
Del inglés hablado pasamos al inglés escrito. Aquello se iba complicando. Mientras tanto nos trajeron los sandwich, el café. Delicioso todo. En un cuaderno, el de los ejercicios de clase, me iba escribiendo lo que quería decirme.
-El corazón de Jápón se muere porque a la gente no le importan esas cosas. La gente no sabe lo que es el aware ni un verdadero haiku. La gente vive aquí, ahora.
“Aquí y ahora”… pensaba yo… es paradójico comprobar qué diferentes pueden llegar a ser un ahora de otro, un aquí de otro. Lo único que nos hace libres es lo que puede encadenarnos de por vida. Sin ni siquiera darnos cuenta. Sólo nuestra mente, nuestro corazón, puede hacer de este mundo el paraíso. O el infierno. Aquí y ahora en el sentido más ramplón y lamentable. Aquí y ahora de un egoísmo ignorante, feo.
No, no. Aquí nació el haiku, y el tanka. Y el sumi-e y la ceremonia del té. Aquí he conocido personas que en su alfarería modelaban sus obras con ceniza de volcán. He visto tradiciones de mil años y mil años de refinamiento en un sólo gesto.
-Más allá de todo eso. Antes. Había un corazón del que nació todo. De ahí también manó el haiku. De esa fuente que se extingue.
Lo decía tan sería. Ella, la alegría personificada. Cuando leí su nota nos quedamos silenciosos. Yo vine aquí buscando ese nihon no kokoro que ahora me dicen que se muere. Pero yo lo he visto... Estoy seguro de que lo he visto. En la gente y su bondad, en los caminos y los arrozales. En los campos de té. Lo he visto en las montañas y los santuarios shinto. En el mar. En las tiendecitas de barrio y en los pequeños jardines que adornan cada esquina. Lo he visto incluso en los cables eléctricos que compartimentan el cielo y en el shinkansen. En los onsen y los templos. Lo he oído latir en mitad de la noche, en el corazón del monje haciendo zazen junto a mí. Derramarse en un susurro sobre el bambú junto con la lluvia. Me deslumbró sobre mi mano cuando sostuve una luciérnaga, aquella noche, aquella bendita noche... Lo he olido en el incienso y los talleres de ramen. Incluso en el kuzu. Oh, ese corazón… cómo no va a vivir, si yo mismo lo probé hace un par de noches en aquel puñado de arroz de Kotaiji…
Agotado. Estoy agotado. Después de una semana de sesshin mis fuerzas están al límite. La ignorancia, el ego, la estupidez que vela nuestra verdadera naturaleza también ha acabado con el nihon no kokoro… ¿es posible? Y a ese enemigo nuestro de cada día sólo es posible vencerlo por agotamiento. Sólo así. Quien desfallezca antes, morirá. Le pregunto cómo se dice en japonés “agotado”.
Hay una tristeza que se transmite. Ella, su corazón, la transmitía en aquel momento. Nunca la he visto así. Yo, gaijin, allí con mi sandwich en la mano, aquel delicioso sandwich, de repente sentí ganas de llorar. En el hilo musical sonaba una canción navidaña en inglés de esas mil veces versionada.
-Después de luchar tanto buscando el corazón de Japón, tú deberías buscarlo en el interior de ti mismo.
Eso escribió. Bebí café. Sólo podía mirar por la ventana. Sólo podía pensar en todo lo que vi, lo que sentí, recorriendo esta tierra, esta extraordinaria tierra… Sólo podía pensar en aquel destello… ¿Es verdad que sólo lo soñé? ¿De verdad estaré asistiendo a la extinción de una manera de ser y de estar en el mundo? ¿De verdad el nihon no kokoro se muere para siempre? No es la primera persona que me lo dice...
Volviendo a casa, ya de noche y bajo la lluvia, con mis zapatillas caladas y una bolsa en la mano con una manta y un jersey que me dejó ella, no sabía si reír o llorar. Vaya Santokâ desubicado. Muerto de frío y mojado por la lluvia. Qué enriquecedor es leer ahora sus haiku. Comprendo tan bien la deslumbrante soledad de un corazón solo. Comprendo tan bien la desdicha de sólo saber escribir poemas y seguir tu propio camino hasta el final… Sí, qué bien lo comprendo ahora. Bajo esta lluvia que me cala el alma, sólo el sonido del agua… Buscando el corazón de Japón, el corazón de todas las cosas, mi propio corazón… Sin tener nada más. Sin poder hacer otra cosa. Hasta el confín de todo, hasta el agotamiento más puro…
Tomando el sol sentado en las escaleras del templo una mariposa viene revoloteando hasta el borde de mis pies. Sí, no, no, sí. Se posa justo a mi lado. Cuando abre las alas un color púrpura intensísimo brilla un instante a la luz del sol. ¿De qué especie será? ¿Cómo se llamará? ¿Habrá en España…? De pronto esas preguntas me parecen absurdas. Y sólo puedo mirarla. La brisa, tan suave, hace temblar sus alas, todo su cuerpo, como si apenas pesara. Qué pesado y torpe me siento de pronto. Por un momento quisiera ser algo parecido a esto que contemplo, esta apenas nada sin nombre que vibra con la más ligera brisa y brilla en el pálido sol del invierno. Sólo un instante. Sólo eso.
En el dojo la luz de la tarde entra por todas partes. En el pasillo que lo circunda, entre zazen y zazen, me gusta sentir el calor del sol a través de los ventanales blancos. No veo el exterior pero siento todo el calor del sol. Y del tatami su tacto y su olor. Y de estas baldosas antiguas la insinuación de tantos pasos. Kinin. Sólo medio paso cada vez. Todas las cosas están aquí. En este paso minúsculo que apenas avanza nada. Al volvernos a sentar los pies del prior muestran sus callos sobre el tatami.
De nuevo sobre las escaleras del templo un gato se acerca a mí ronroneando. Lo acaricio. Estaría mil años aquí… pienso. De vez en cuando, no sé por qué, una hoja de cerezo cae, de rama en rama, sí, no, no, sí… hasta el suelo. Los jardines se llenan de hojas de cerezo, de momiji, de mukuge, de buganvilla… mil años aquí… sonrío mientras acaricio al gato. Blanco, con manchas marrones y grises. Ronronea. Y se va. Adiós. Adiós, hasta la vista. Abro mis manos y se llenan con el último calor de esta tarde de invierno.
A las 3:40 de la madrugada las nubes se adivinan grises en el cielo de la profunda noche. Kotaiji es apenas una sombra. Dentro del dojo el silencio brilla en esta noche heladora. Té de genjibre, el ritual de vestir el kesa, sutras… somos sombras. Somos apenas sombras aquí sentados en zazen mientras la noche es día y el silencio sonido, y palabra. ¿Qué busco? ¿Qué encuentro?
Caminando por los jardines del templo el aire frío arranca las hojas de los cerezos y me atraviesa como si yo mismo sólo fuese seda de araña. Hay en mí algo que ni yo mismo soy capaz de ver. Lo intuyo como el sol sobre la tormenta. A veces brilla un instante como las gotas de lluvia atrapadas en una tela que no veo. Con un destello tan puro, oh, tan puro… Daría todo lo que soy, lo que fui, lo que seré, por sentirlo brillar una vez más sobre mi piel. Como lluvia.
Descalzo sobre el tatami me doy cuanta de que tengo una herida en mi pie izquierdo. De repetir y repetir el zazen. ¿Cuánto tiempo llevo aquí'? ¿Mil años? El grito de un zorzal rasga el aire. No hay nada. Nada en absoluto. Mi respiración se llena con todo el aire del mundo, después lo deja ir. Mi alma se resquebraja en este mismo instante.
Al salir del dojo una hoja de cerezo sobre mis zapatos. Tan roja…
Mi corazón vibra pálido en el viento del atardecer. Todas las hojas que no dejan de caer entre la lluvia... Somos agua ya tan sólo. Qué blancura la del cielo más allá de las tumbas que ascienden ladera arriba, detrás del templo. Qué blancura tan terrible, tan hermosa…
La última noche de sesshin es heladora. Siento como mis pies se enfrían y se enfrían sobre el tatami durante el zazen. Al descruzarlos me duele todo. El monje más viejo se acerca a la estufa. Toco la madera antigua de las vigas y el joen, lisa, fría. Caminamos en shasshu, con las manos y el espíritu recogidos, durante el kinin. Una vez más. Un paso más. Allá, más allá. Más allá de todo.
En plena noche, durante el zazen, de pronto el sonido de una campana llega desde afuera. Se va haciendo más intenso. Se abren las puertas del dojo y el aire puro y frío de la noche entra junto al sonido claro de la campana. Llega desde otro de los pabellones del templo. Ahora le contesta el han. Aquí, en el dojo. Bronce y madera se alternan en un diálogo que va ganando ritmo hasta concluir en un sonido que lo llena todo. Y después el silencio. Y después el viento.
Durante la ceremonia final, en el templo principal de Kotaiji, con todos los monjes, los roshi, el prior… sentado en seiza sobre el tatami pensaba qué había hecho yo para merecer aquello. Quién era yo para estar allí, como uno más desde el principio, gracias a esta gente tan extraordinaria. Envuelto en el sonido de los tambores y las campanas, sostenido por el ritmo de sutras y dharanis. Un privilegiado. Eso es lo que soy. Un privilegiado. Más aún por darme cuenta de que lo soy.
Al final, para la prosperidad del nuevo año, una pizca de arroz hervido sobre la palma de una mano. Y la otra en señal de bendición. Aquel arroz tenía el sabor más luminoso que he probado nunca.